lunes, 18 de noviembre de 2013

Irena Sendler, la mujer más bella del mundo




La heroína que salvó a 2.500 niños
niños judíos

En plena II Guerra Mundial, durante la ocupación de Polonia, una mujer 
le plantó cara a los nazis y logró salvar a 2.500 niños judíos. 
Ni la Gestapo ni sus torturas consiguieron que Irena Sendler develara 
dónde estaban los pequeños. Hoy, vive en un asilo de Varsovia, donde 
recibe al periodista de Magazine.
Hoy. La intrépida heroína, a sus 97 años.

Hoy. La intrépida heroína, a sus 97 años.
Por Ignacio Temiño

La historia de Irena Sendler está repleta de heroísmo con proporciones casi míticas. 
Sin embargo, ha estado extraviada entre los pliegues del tiempo durante más de 
medio siglo. Desconocida y oculta de manera inexplicablepara la mayoría de la gente,
como un tesoro antiguo esperando a ser descubierto. Pero las luces de Hollywood se 
proponen ahora que todo el mundo conozca la vida de esta trabajadora social polaca
que durante la ocupación alemana de su país salvó la vida de 2.500 niños judíos, 
sacándolos a escondidas del gueto de Varsovia frente a lasmismísimas narices de las
tropas nazis.

Si tomamos como referencia La lista de Schindler, donde Steven Spielberg contó la vida
 de Oscar Schindler, el industrial alemán que evitó la muerte de 1.000 judíos en los campos
 de concentración, el éxito de la producción cinematográfica parece asegurado. El filme de 
Spielberg, aclamado por la crítica, consiguió siete Oscar en 1993.

Mientras la figura de Oscar Schindler era aclamada por medio mundo, Irena Sendler 
seguía siendo una heroína desconocida fuera de Polonia y apenas reconocida en su país 
por algunos historiadores, ya que los años de oscurantismo comunista habían borrado 
su hazaña de los libros de historia oficiales. «Además, ella nunca contó 
a nadie nada de su vida durante la II Guerra Mundial, era muy discreta y se limitaba a 
hacer su trabajo y a ayudar a la gente», explica Anna Mieszkwoska, autora de la biografía
 de Irena, La madre de los niños del Holocausto.

Sin embargo, en 1999, su historia empezó a conocerse. Y fue, curiosamente, gracias a un 
grupo de alumnos de un instituto americano de Pittsburg (Kansas) y a su trabajo de final 
de curso sobre los héroes del Holocausto. En su investigación dieron con algunas referencias 
sobre Irena Sendler en revistas especializadas y con un dato asombroso: había salvado la 
vida de 2.500 niños. «¿Cómo es posible que apenas haya información sobre una persona así?»,
se preguntaron entonces los estudiantes, cuya curiosidad crecía según encontraban más datos 
y testimonios. Pero la gran sorpresa llegó cuando, tras buscar el emplazamiento de la tumba 
de Irena, descubrieron que no existía porque ella aún vivía y, de hecho, todavía vive. Hoy es
 una anciana de 97 años que reside en un asilo del centro de Varsovia, en una habitación 
luminosa donde nunca faltan los ramos de flores y las tarjetas de agradecimiento, que llegan
diariamente desde todo el mundo.

Secuelas de las torturas. «Tenga cuidado, el que visita a mi madre acaba llorando», me 
advierte con una sonrisa Janina, la hija de Irena, antes de que entre a saludar a su madre. 
Dejo mi ramo de flores junto a su mesita de noche y paso los primeros cinco minutos de mi 
vida junto a una heroína de carne y hueso. «Yo no hice nada especial, sólo hice lo que debía,
 nada más», dice irritada con un hilillo de voz que se escapa a través de la ventana. 

Irena apenas existe físicamente, lleva años encadenada a su silla de ruedas, en parte debido
 a las lesiones que arrastra tras las torturas a las que fue sometida por la Gestapo durante la
 guerra, cuando descubrieron que sacaba  escondidos a niños judíos del gueto. «Le rompieron 
los pies y las piernas, pero no lograron que les revelase el paradero de los niños que había
escondido ni la identidad de sus colaboradores», explica la biógrafa.

Irena Sendler fue siempre una mujer de gran coraje, muy influida por su padre, un médico rural
que murió cuando ella tenía sólo 7 años. De él siempre recordaría dos reglas que siguió a rajatabla
 a lo largo de toda su vida. La primera: que a la gente se la divide entre buenos y malos sólo por
sus actos, no por sus posesiones materiales;  y la segunda: a ayudar siempre a quien lo necesitase.

Así la pequeña Irena se hizo mayor y comenzó a trabajar en los servicios sociales del ayuntamiento
 de Varsovia, al tiempo que se unía al Partido Socialista Polaco. Corrían los años 30 y destacaba en 
los proyectos de ayuda a pobres,  huérfanos y ancianos. «Ella era de izquierdas, sí, pero de una
izquierda que ya no existe, preocupada por las personas y por su bienestar», apunta su biógrafa, 
quien asegura que a pesar de ello siempre se situó bastante lejos de la política activa.

En 1939 Alemania invadió Polonia y el trabajo de Irena se hizo más necesario en los comedores 
sociales, donde también se entregaban ropas y dinero a las familias judías, inscribiéndolas con 
nombres católicos falsos para evitar las suspicacias de los soldados alemanes.

Pero todo cambió en 1942, cuando las deportaciones se hicieron más frecuentes y los nazis 
encerraron a todos los judíode Varsovia, unos 400.000, en un área acotada de la ciudad y
 rodeada por un muro. El gueto fue la tumba para miles y miles de personas, que morían 
diariamente por inanición o enfermedades. Irena estaba horrorizada y, como muchos
 polacos, decidió que había que actuar para evitar la barbarie que asolaba las calles de la
capital. Consiguió un pase del departamento de Control Epidemiológico de Varsovia para 
poder acceder al gueto de forma legal», explica Anna. 
Allí entraba diariamente a llevar comida y medicinas, «siempre portando un brazalete 
con una estrella de David como símbolo de solidaridad y para no llamar la atención 
de los nazis».

Una vez dentro, la joven trabajadora social entendió que el objetivo del gueto era la muerte 
de todos los judíos y que era urgente sacar al menos a los niños más pequeños para que 
tuviesen la oportunidad de sobrevivir. Fue así como comenzó a evacuarlos de todas las formas
 imaginables. Dentro de ataúdes, en cajas de herramientas, entre restos de basura, como 
enfermos de males muy contagiosos…, cualquier sistema era válido si conseguía sacar a los 
pequeños del infierno. Otra manera era a través de una iglesia con dos accesos, uno al gueto
y otro secreto al exterior. Los niños entraban como judíos y salían al otro lado bendecidos 
como nuevos católicos.

La actividad de Irena era frenética, igual que el riesgo diario a ser descubierta por los 
soldados alemanes. 

Separar a los hijos. Irena aún recuerda con amargura los momentos en que tenía que 
separar a los padres de los hijos. Sabían que nunca más se volverían a ver y la arrinconaban 
entonces con preguntas y deseos de condenado. «Por favor, asegúrame que vivirá, que tendrá 
un buen hogar», insistían las madres, presas de la desesperación entre los llantos de 
sus hijos. «Ella también era madre y sentía ese dolor tan profundo como si fuese suyo, de 
hecho todavía lo siente y sufre con esos recuerdos», afirma Anna Mieszkwoska.

Pero, ¿qué impulsaba a una joven madre como Irena a arriesgarse de esa manera? ¿Por q
lo hacía? «Se lo he preguntado cientos de veces. Ella simplemente lo hacía porque tiene un 
corazón inmenso, no hay nada más», explica su biógrafa, quien asegura que ni siquiera
 existían motivaciones políticas o religiosas.

Una vez fuera del horror, era necesario elaborar documentos falsos para los niños,
darles nombres católicos y trasladarlos a un lugar seguro, normalmente monasterios
y conventos, donde los religiosos siempre tenían las puertas abiertas para los niños del Gueto.

Irena apuntaba entonces en pedazos de papel las verdaderas identidades de los pequeños y sus
 nuevas ubicaciones, y luego enterraba las notas dentro de botes y frascos de conserva bajo un
 gran manzano en el jardín de su vecino, frente a los barracones de los soldados alemanes. 
Allí aguardó, sin que nadie lo sospechase, el pasado de los 2.500 niños de 
Gueto hasta que los nazis se marcharon.

Ni siquiera las torturas de la Gestapo lograron que revelase jamás el lugar en el que estaban ocultos
ni las personas que colaboraban con ella. Tampoco los meses que pasó en la terrorífica prisión de 
Pawlak, bajo el atento cuidado de los carceleros alemanes, quebraron su silencio. No dijo ni una 
palabra cuando la condenaron a muerte, una sentencia que nunca se cumplió porque, camino del l
ugar de ejecución, el soldado la dejó escapar. La resistencia le había sobornado. No podían permitir
que Irena muriese con el secreto de la ubicación de los niños. Así fue como pasó a la clandestinidad 
y, aunque oficialmente figuraba como ejecutada, en realidad permaneció escondida hasta el final de
la guerra participando activamente en la resistencia.

Con el final del conflicto se desenterraron los 2.500 botes escondidos bajo el manzano, y los 2.500 
niños rescatados del gueto recuperaron sus identidades olvidadas. La gran mayoría había perdido a
 sus padres, así que muchos fueron enviados con otros familiares o se quedaron con familias polacas, 
pero todos conservaron a lo largo de su vida un agradecimiento infinito a Irena Sendler. Tras los 
nazis llegó el comunismo y la aventura de Irena quedó olvidada entre las nuevas doctrinas. Ella, que 
ya tenía dos hijos, volvió a ser trabajadora social y a su vida tranquila, sólo truncada por las pintadas,
en la puerta de su apartamento, en las que le acusaban con necedad de ser «amiga de los judíos» 
o la llamaban la «madre de judíos». 

Ella callaba y nunca contaba nada de su pasado «por una mezcla de modestia y de temor a que le
 pudiera acarrear algún problema, comenta su hija, Janina, quien asegura que aún hoy mantiene
 secretos y vive como si estuviese en medio de una oscura conspiración.
Cuando en 1999 los estudiantes de Kansas se toparon con su historia, se quedaron estupefactos. 
Estaban frente a una auténtica heroína prácticamente desconocida, así que decidieron escribir u
na obra de teatro sobre ella.
Se escenificó en iglesias y salones sociales de la comarca, asombrando y emocionando a todos 
los que tuvieron la oportunidad de verla. Uno de estos asistentes fue un profesor judío quien, 
impresionado, ayudó a los escolares a cumplir su deseo: ir a verla a Varsovia y agradecerle 
lo que había hecho por la Humanidad. Les dio un cheque de 7.000 dólares y les hizo una 
petición: «Contadme todo con pelos y señales a vuestra vuelta».

A partir de ese momento los reconocimientos y las visitas fueron aumentando considerablemente. 
La llegada de periodistas extranjeros, los cumplidos oficiales, agradecimientos de todo el mundo,
 las visitas desde Hollywood y, finalmente, la nominación para el premio Nobel, propuesta hace 
unos meses por el presidente polaco Lech Kaczynski con el apoyo de la Organización de 
Supervivientes del Holocausto.

Mientras, todos se preguntan cómo es posible que esta historia haya permanecido tantos años en
 el olvido y oculta, pese a las veces que se ha tratado el tema del Holocausto y de las personas 
que lo protagonizaron. Incluso sus amigas le recriminaban que nunca les contara nada sobre su
 heroísmo y sus azañas de juventud. Sin embargo, ella sigue sonriendo en su silla de ruedas y 
enfadándose cuando alguien se atreve a decir que es una heroína. Porque Irena Sendler no es 
una heroína, sólo se limitó a cumplir con su deber.

«La madre de los niños del Holocausto» (Editorial Muza), de Anna Mieszkwoska. 
(No está traducido al español). www.muza.com.pl

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